En una misión a Marte

Misión a Marte

La primera vez que me puse un traje de astronauta fue a principios del otoño de 2020, cuando el planeta Tierra latía al ritmo de la epidemia de la Covid-19. Por aquel entonces, estudiaba en el Instituto Politécnico de Ciencias Avanzadas (IPSA), en la escuela de ingenieros aeronáuticos y espaciales, en Ivry-sur-Seine (Francia). También formaba parte del grupo de investigación EuroMoonMars, cuyo objetivo es preparar una llegada humana a la Luna o a Marte. Para ello, se realizan periodos de simulación en un centro de preparación ubicado en Polonia.

Aunque los confinamientos condicionaron mi vida estudiantil, me dispuse a encerrarme de nuevo, esta vez con más compañeros estudiantes. El equipo lo formábamos Théo, Mickael, Kristian y yo. La médica a bordo era la canadiense Amanda y nuestra capitana era Roxana, la veterana del equipo. Abrimos la robusta puerta de metal de nuestra base. Las paredes estaban cubiertas de aislante de aluminio y había algunos carteles repartidos por distintas zonas, restos de misiones anteriores. La sala más importante era el laboratorio: había varios puestos para que cada uno de nosotros pudiese seguir sus investigaciones. Contábamos con material de estudios biológicos, microscopios, una impresora 3D, etc.

Un pasillo llevaba al rincón que sería mi espacio de trabajo: un indispensable sistema de acuaponía nos permitía alimentarnos y ser autosuficientes. Más allá, había un pequeño gimnasio con una cinta de correr, una máquina de remo y una bicicleta. Además, teníamos un baño, servicios (el único lugar con intimidad), un espacio común con una cocina portátil y, por último, la zona de dormir, con literas. En total, disponíamos de unos 40 metros cuadrados. No me pillaron por sorpresa, me sabía de memoria los planos de la base mucho antes de entrar.

Control de nuestros datos fisiológicos

Todos teníamos una misión propia y, además, misiones colectivas. La principal era el control de nuestro estado de salud. Cada dos horas, teníamos que controlar nuestros datos fisiológicos: tomarnos la tensión y la temperatura y pesarnos. Mis primeros momentos en Marte fueron frustrantes: no se aceptaba cafeína a bordo. La jornada de trabajo comenzaba sin un expreso.

Las horas las pásabamos estudiando. El centro de control terrestre nos enviaba de forma regular una lista individual de tareas que debíamos hacer. El horario preveía una carga diaria de 12 horas de trabajo, además de una hora de deporte y el control de datos fisiológicos. También nos teníamos que alimentar; nuestra dieta la marcaba una inteligencia artificial. La primera comida del genio digital fue una ensalada verde, pimiento crudo y pan negro. Un menú bastante mejorable.

Pero no importaba, trabajábamos animados por la oportunidad que brindaba esta misión. El problema era el tiempo que tardábamos en comunicarnos con la Tierra, pese a que nuestros horarios estaban muy ajustados. Se tardaba 15 minutos en enviar un mensaje de Marte a la Tierra y, por lo tanto, al menos 30 para recibir una respuesta. Es mucho tiempo y, a menudo, estábamos aislados. Intentamos ser lo más precisos posible con las preguntas para poder ejecutar experimentos que han requerido varios meses de preparación. Pero nunca llegaban a tiempo y nos pasábamos las tardes, a veces incluso las noches, intentando recuperar el tiempo perdido por la lentitud de las comunicaciones.

La vida en el exterior se interpuso repentinamente en nuestra misión: la epidemia de la Covid-19 se extendió y Canadá se preparaba para cerrar sus fronteras. Por lo tanto, hubo que sacar a Amanda urgentemente. Los guionistas de la misión se inventaron un paro cardíaco y recibimos la orden de evacuar el cuerpo por la escotilla extravehicular. El equipo estaba conmocionado, pero la organización casi militar de nuestro horario me forzó a avanzar. Volvimos a nuestros trabajos. Los experimentos de Amanda se repartieron entre el resto de la tripulación.

Una sirena me despierta

No me faltaban tareas, los días estaban completos y mis noches eran complicadas. No lograba dormir. Sin luz del día, mi ciclo de sueño se alteró. Un sistema de luz artificial recreaba el ciclo del sol durante un día terrestre. Funcionaba de 08:00 a 22:00 y luego se apagaba. Pero yo me despertaba en mitad de los ciclos, estaba cansada por las mañanas y la luz me provocaba dolor de cabeza. Estaba agotada... al igual que el resto de la tripulación.

Una noche en la que conseguí dormir unos minutos, me despertó una sirena. En el dormitorio, nos miramos los unos a los otros, aturdidos, con el cerebro aún a cámara lenta. Era una urgencia, pero ¿cuál? Lo que decía el ordenador de a bordo no nos gustó: «Pérdida de presión en el módulo de la sala común». Había un agujero en nuestra casa, nuestro aire respirable se escapaba a la atmósfera tóxica de Marte. Se necesitaba la ayuda de todos, ya que la contaminación sería tóxica, fatal. Logramos aislar la sala del resto del espacio. Después, localizamos la fuga, la taponamos y la reparamos. Cada día era una prueba, un nuevo imprevisto que se añadía a nuestras misiones de investigación. Contra todo pronóstico, y a pesar de los nervios, me encontraba bien.

En la mañana del séptimo día, llamaron a la puerta. Se abrió: un delicioso aire fresco entró en mis pulmones. Fuera, los vivos colores de un bosque polaco y el dulce calor del sol me abrigaron. He dado un pequeño paso hacia mi mayor sueño: quizás, algún día, entrar en la NASA. Desde entonces, me he convertido en ingeniera aeroespacial, especialista en sistemas de control de vehículos espaciales. Sigo mi camino hacia el espacio.

 

Autores: Emma Forgues-Mayet y Hugo Castaing

 

*Este artículo se publicó primero en la versión digital del periódico Le Monde el 23 de julio de 2023

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